Antonio Buero Vallejo
En La Ardiente Oscuridad 4
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kitkat0291
ELISA.—(Lenta, separándose.) ¡Ah! ¡Soy tu mejor amiga y no me consientes! ¡También ha hecho presa en ti! ¡Estás en manos de ese hombre y no te das cuenta!
JUANA.—¡Elisa!
ELISA.—¡Me das lástima! ¡Y me da lástima Carlos, porque va a sufrir como yo sufro!
JUANA.—(Gritando.) ¡Elisa! ¡O callas, o...!
(Va hacia ella.)
ELISA.—¡Déjame! ¡Déjame sola con mi pena! Es inútil luchar. ¡Es más fuerte que todos! ¡Nos lo está quitando todo! ¡Hasta nuestra amistad! ¡No te reconozco!... ¡No te reconozco!...
(Se va, llorando, por el foro. JUANA, agitada y dolida, vacila en seguirla. IGNACIO se levanta.)
IGNACIO.—Juana. (Ella ahoga un grito y se vuelve hacia IGNACIO. Él llega.) Estaba aquí y os he oído. ¡Pobre Elisa! No le guardo rencor.
JUANA.—(Tratando de reprimir su temblor.) ¿Por qué no avisaste?
IGNACIO. — No me arrepiento. ¡Juana! (Le coge una mano.) Me has dado mi primer momento de felicidad. ¡Gracias! ¡Si supieras qué hermoso es sentirse comprendido! ¡Qué bien has adivinado en mí! Tienes razón. Sufro mucho. Y ese sufrimiento me lleva...
JUANA. — Ignacio… ¿Por qué no intentas reprimirte? Yo sé muy bien que no deseas el mal, pero lo estás haciendo.
IGNACIO— No puedo contenerme. No puedo dejar en la mentira a la gente cuando me pregunta... ¡Me horroriza el engaño en que viven!
JUANA.— ¡Guerra nos has traído y no paz!
IGNACIO. — Te lo dije... (Insinuante.) En este mismo sitio. Y estoy venciendo... Recuerda que tú lo quisiste.
(Breve pausa.)
JUANA.—¡Y si yo te pidiera ahora, por tu bien, por el mío y el de todos, que te marcharas?
IGNACIO.—(Lento.) ¿Lo quieres de verdad?
JUANA.—(Con voz muy débil.) Te lo ruego.
IGNACIO. — No. No lo quieres. Tú quieres aliviar mi pena con tu dulzura... Y vas a dármela! ¡Tú me la darás!Tú, que me has comprendido y defendido. ¡Te quiero, Juana!
JUANA. — ¡Calla!
IGNACIO. — Te quiero a ti, y no a ninguna de esas otras. Te quiero a ti y no a ninguna de esas otras. ¡A ti y desde el primer día! Te quiero por tu bondad, por tu encanto, por la ternura de tu voz, por la suavidad de tus manos... (Transición.) Te quiero y te necesito. Tú lo sabes.
JUANA.—¡Por favor! ¡No debes hablar así! Olvidas que Carlos...
IGNACIO.—(Irónico.) ¿Carlos? Carlos es un tonto que te dejaría por una vidente. Él cree que nuestro mundo y el de ellos es el mismo... Él querría otra doña Pepita. Otra fea doña Pepita que mirase por él... Desearía una mujer completa, ya ti te tiene como un mal menor. (Transición.) ¡Pero yo no quiero una mujer, sino una ciega! ¡Una ciega de mi mundo de ciegos, que comprenda!... Tú. Porque tú sólo puedes amar a un ciego verdadero, no un pobre iluso que se cree normal. ¡Es a mí a quien amas! No te atreves a decírmelo... Serías la exceptción. No te atreves a decir “te quiero”. Pero yo lo diré por ti. Sí, me quieres; lo estás adivinando ahora mismo. Lo delata la emoción de tu voz. ¡Me quieres con mi angustia y mi tristeza, para sufrir conmigo de cara a la verdad y de espaldas a todas las mentiras que pretenden enmascarar nuestra desgracia! ¡Porque eres fuerte para eso y porque eres buena!
(La abraza apasionadamente.)
JUANA.—(Sofocada.) ¡No!
(IGNACIO le sella la boca con un beso prolongado. JUANA apenas resiste. Por la derecha han entrado DON PABLO y CARLOS. Se detienen, sorprendidos.)
DON PABLO.—¿Eh?
(IGNACIO se separa bruscamente, sin soltar a JUANA. Los dos escuchan, agitadísimos.)
CARLOS. — Ha sonado un beso . . . (JUANA se retuerce las manos.)
DON PABLO. — (Jovial.) ¡Qué falta de formalidad! ¿Quiénes son los tortolitos que se arrullan por aquí? ¡Tendré que amonestarlos! (Nadie respnde. Demudada, JUANA vacila en romper a hablar. IGNACIO le aprieta con fuerza el brazo.) ¿No contestáis? (Ignacio, con el bastón levantado del suelo, conduce rápidamente a Juana hacia la portalada. Sus pasos no titubean; todo él parece estar poseído de una nueva y triunfante seguridad. Ella levanta y baja la cabeza, llena de congoja. Convulsa y medio arrastrada, casi corriendo, se la ve pasar tras IGNACIO, que no la suelta, a través de la cristalera del foro.
DON PABLO.—(Jocosamente.) ¡Se han marchado! Les dió vergüenza.
CARLOS.—(Serio.) Sí.

TELÓN

ACT III

Saloncito en la Residencia. Amplio ventanal al fondo, con la cortina descorrida, tras el que resplandece la noche estrellada. Haciendo chaflán H a la derecha, cortina que oculta una puerta. En el chaflán de la izquierda, un espléndido aparato de radio. En lugar apropiado, estantería con juegos diversos y libros para ciegos. Algún cacharro con flores. En el primer término izquierdo, puerta con su cortina. En el primer término y hacia la derecha, velador de ajedrez con las fichas colocadas, y dos sillas. Bajo el ventanal y hacia el centro de la escena, sofá. Cerca de la radio, una mesa con una lámpara portátil apagada. Sillones, veladores. Encendida la luz central.
(ELISA, sentada a la derecha del sofá, llora amargamente. CARLOS está sentado junto al ajedrez, jugando consigo mismo una partida, con la que intenta distraer su preocupación. Lleva la camisa desabrochada y la corbata floja.)
ELISA. — ¡Somos muy desgraciados, Carlos! ¡Muy desgraciados! ¿Por qué nos enamoraremos? Quisiera saberlo. (Breve pausa.) Ahora comprendo que no me quería.
CARLOS. — Te quería y te quiere. Es Ignacio el culpable de todo. Miguelín es muy joven. Sólo tiene diecisiete años y...
ELISA. — ¿Verdad? Si yo misma quiero convencerme de que Miguelín volverá... ¡Pero dudo, Carlos, dudo horriblemente! (Llora de nuevo. Se calma.) ¡Qué egoísta soy! También tú sufres, y yo no reparo en hacerte mi paño de lágrimas.
(Se levanta para ir a su lado.)
CARLOS. — Yo no sufro.
Elisa. — Sí sufres, sí... Sufres por Juana. (Movimiento de Carlos.) ¡Por esa grandísima coqueta!
CARLOS. — ¡Ojalá fuera coquetería!
ELISA.—¿Y dices que no sufres? (CARLOS oculta la cabeza entre las manos.) ¡Pobre! Ignacio nos ha destrozado a los dos.
CARLOS. — A mí no me ha destrozado nadie.
ELISA. —No finjas conmigo... Comprendo muy bien tu pena, porque es como la mía. Te destroza el abandono de Juana y te duele aún más, como a mí, la falta de una explicación definitiva... ¡Es espantoso! Parece que nada ha pasado, y los dos sabemos en nuestro corazón que todo se ha perdido.
CARLOS. — (Con ímpetu.) ¡No se ha perdido nada! ¡No puede perderse nada! Me niego a sufrir.
ELISA. — ¡Me asustas!
CARLOS. — Sí. Me niego a sufrir. Dices que soy desgraciado? ¡Es mentira! ¿Que sufro por Juana? No puedo sufrir por ella porque no ha dejado de quererme. ¿Entiendes? ¡No ha dejado de quererme! Tiene que ser así y es así.
ELISA. — (Compadecida.) ¡Pobre!... ¡Que dolor el tuyo..., y sin lágrimas! ¡Llora, llora como yo! ¡Desahógate!
CARLOS. — (Tenaz.) Me niego a llorar. ¡Llora tú si quieres! Pero harás mal. Tampoco tienes motivo. ¡No debes tenerlo! Miguelín te quiere y volverá a ti. Juana no ha dejado de quererme.
ELISA. — Me explico tu falta de valor para reconocer los hechos... Yo también he querido—¡y aún quiero a veces!—engañarme, pero...
CARLOS.—(En el colmo de la desesperación.) Pero ¿no comprendes que no podemos dejarnos vencer por Ignacio? Si sufrimos por su culpa, ese sufrimiento será para él una victoria! Y no debemos darle ninguna. ¡Ninguna!
ELISA.—(Asustada.) Pero en la intimidad podemos alguna vez compadecernos mutuamente...
CARLOS. — Ni en la intimidad siquiera.
(Pausa. Poco a foco, inclina de nuevo la cabeza. JUANA entra por la puerta del chaflán.)
JUANA.—¿Ignacio? (ELISA abre la boca. CARLOS le aprieta al brazo para que calle.) Tampoco está aquí. Dónde estará el pobre...
(Avanza hacia el lateral izquierdo y desaparece por la puerta.)
ELISA. — (Emocionada.) ¡Carlos!
CARLOS. — Calla.
ELISA. — ¡Oh! ¿Qué te pasa? No estás normal... yo no hubiera podido resistirlo.
Carlos.— (Casi sonriente.) Si no ocurre nada, mujer. . . Otra... Otra que busca al pobre Ignacio, que le llama por las habitaciones... Nada.
Elisa. — No te entiendo. No sé si estás desesperado o loco.
Carlos. — Ninguna de las dos cosas. Nunca tuve el juicio más claro que ahora. (Le da palmaditas en la mano.) ¡Anímate, Elisa! Todo se arreglará.
(Entran por el chaflán Ignacio y Miguelín, charlando con animación. Elisa se oprime las manos al oírlos.)
IGNACIO.—No todas las mujeres son iguales, aunque es indudable que las ciegas se llevan muy poco entre ellas..., con alguna excepción. Conocí una vez una muchacha vidente...
MIGUEL. — (Interrumpe, impulsivo.) Son muy simpáticas las chicas videntes. Yo conozco una que se llama Carmen y que era mi vecina. Yo no le hacía caso, pero ella estaba por mí…
IGNACIO.—¿Sabes si era fea?
MIGUEL. — (Cortado.) Pues... no... No llegué a enterarme.
CARLOS. — Buenas noches, amigos. ¿No os sentáis?
MIGUEL.—(Inmutado.) ¡Hombre, Carlos, tengo ganas de hablar contigo No se cómo me las arreglo que nunca encuentro la manera de charlar contigo. Ni con Elisa.
ELISA. — (Con esfuerzo.) Estás a tiempo.
MIGUEL. — (Con desgana.) ¡Caramba, si está Elisa contigo! Y ¿cómo te va, Elisa?
ELISA. — (Seca.) Bien, gracias.
MIGUEL. — (Trivial.) ¡Vaya! Me alegro.
CARLOS.—(Articulando con mucha claridad.) Creo que Juana andaba por ahí buscándote, Ignacio.
(ELISA se queda sobrecogida.)
IGANCIO. — (Turbado.) No... No sé...
CARLOS. — Sí. Sí. Te buscaba.
IGNACIO. — (Repuesto.) Es posible. Teníamos que hablar de algunas cosas.
MIGUEL. — Oye, Ignacio. Creo que podrías seguir hablando de esa muchacha vidente que conociste. Elisa y Carlos no tendrán inconveniente.
CARLOS. — Ninguno.
IGNACIO. — A Carlos y Elisa no les interesan estos temas. Son muy abstractos.
CARLOS. — Creo que una muchacha de carne y hueso no es nada abstracta.
IGNACIO. — Pero ve. ¿Quieres más abstracción para nosotros?
ELISA. — (Con violencia.) Me disculparéis, pero Ignacio tiene razón: no puedo soportar esos temas. Me voy a acostar.
CARLOS. — A tu gusto. Perdona que no te acompañe; quisiera continuar charlando con Ignacio. Miguelín te acompañará.
(Miguelín acoge con desagrado la indicación.)
ELISA. — (Agria.) Que no se moleste por mí. Miguelín quiere seguramente seguir hablando contigo... y con Ignacio.
MIGUEL. — (Sin pizca de alegría.) Qué tonterías dices... Te acompañaré con mucho gusto.
ELISA. — Como quieras. Buenas noches a los dos.
IGNACIO. — Buenas noches.
CARLOS. — Hasta mañana, Elisa.
(ELISA se va por la izquierda. Miguelín la sigue como un perro apaleado. Carlos e Ignacio se acomodan en dos sillones de la izquierda, pero antes de que comiencen a hablar entra por el chaflán Doña Pepita.)
DOÑA PEPITA.—¡Buenos noches! ¿No se acuestran usteded?
(CARLOS e IGNACIO se levantan.)
CARLOS.—Es pronto.
DOÑA PEPITA.—Siéntense, por favor. Y usted, hombre del bastón. ¿No dice nada?
IGNACIO. — Buenas noches.
DOÑA PEPITA. — ¡Alégrese, hombre! Le encuentro cada día más mustio. Bueno, prosigan su charla. Yo voy a dar una vuelta por los dormitorios. Hasta Ahora.
CARLOS. — Adiós, doña Pepita.
(DOÑA PEPITA se va por la izquierda. Pausa.)
IGNACIO. — Supongo que si quieres quedarte conmigo no será para hablar de la muchacha vidente.
CARLOS. — Supones bien.
IGNACIO.—Me has hablado varias veces y siempre del mismo tema. ¿También es hoy del misma tema?
CARLOS.—También.
IGNACIO.—Paciencia. ¿Podrías decirme si tendremos que hablar muchas veces todavía de lo mismo?
CARLOS. — Creo que serán pocas... Quizá esta sea la última.
IGNACIO. — Me alegro. Puedes empezar cuando quieras.
CARLOS. — Ignacio... El día en que viniste aquí quisiste marcharte al poco rato. (Con amargura.) Lo supe en la época en que Juana aún me hacía confidencias. Tuviste entonces una buena idea, y creo que es el momento de ponerla en práctica. ¡Marchate!
IGNACIO.—Parece una orden...
CARLOS.—Cuya convencia estoy dispuesto a explicarte.
IGNACIO. — Te envía don Pablo, ¿verdad?
CARLOS.—No. Pero debes irte.
IGNACIO.—¿Por qué?
CARLOS.—Debes irte porque tu influencia está pesando demasiado sobre esta casa. Y tu influencia es destructora. Si no te vas, esta casa se hundirá. ¡Pero antes de que eso ocurra, tú te habrás ido!
IGNACIO. — Palabrería. No pienso marcharme, naturalmente. Ya sé que algunos lo deseáis. Empezando por don Pablo. Pero él no se atreve a decirme nada, porque sabe que no hay motivo para ello. ¿De verdad no me hablas... en su nobre?
CARLOS.—Es el interés del Centro el que me mueve a hablarte.
IGNACIO. — Más palabrería. ¡Qué aficionado eres a los tópicos! Pues escúchame. Estoy seguro de que la mayoría de los compañeros desea mi permanencia. Por lo tanto, no me voy.
CARLOS.—¡Qué te importan a ti los compañeros! (Breve pausa.)
IGNACIO. — El mayor obstáculo que hay entre tú y yo está en que no me comprendes. (Ardientemente.) ¡Los compañeros, y tú con ellos, me interesáis más de lo que crees! Me duele como una mutilación propia vuestra ceguera, a mí, por todos vosotros! (Con arrebato.) ¡Escucha! ¿No te has dado cuenta al pasar por la terraza de que la noche estaba seca y fría? ¿No sabes lo que eso significa? No lo sabes, claro. Pues eso quiere decir que ahora están brillando las estrellas con todo su esplendor, y que los videntes gozan de la maravilla de su presencia. Esos mundos lejanísimos están ahí (Se ha acercado al ventanal y toca los cristales.) tras los cristales, al alcance de nuestra vista..., ¡si la tuviéramos! (Breve pausa.) A ti eso no te importa, desdichado. Pues yo las añoro, quisiera contemplarlas; siento gravitar su dulce luz sobre mi rostro, ¡y me parece que casi las veo! (Vuelto extáticamente hacia el ventanal. CARLOS se vuelve un poco, sugestionado a su pesar.) Bien se que si gozara de la vista moriría de pesar por no poder alcanzarlas. ¡Pero al menos las vería! Y ninguno de nosotros las ve, Carlos. ¿Y crees malas estas preocupaciones? Tú sabes que no pueden serlo. ¡Es imposible que tú -por poco que sea- no las sientas también!
CARLOS. — (Tenaz.) ¡No! Yo no las siento.
IGNACIO.—No las sientes, ¿eh? Y ésa es tu desgracia: no sentir la esperanza que yo os he traído.
CARLOS.—¿De la luz?
IGNACIO.—¡De la luz, sí! Porque nos dicen incurables, pero ¿qué sabemos nosotros de eso? Nadie sabe lo que el mundo puede reservarnos; desde el descubrimiento científico... hasta... el milagro.
CARLOS. — (Despectivo.) ¡Ah, bah!
IGNACIO. — Ya, ya se que tú lo rechazas. ¡Rechazas la fe que te traigo! CARLOS. — ¡Basta! Luz, visión... Palabras vacías. ¡Nosotros estamos ciegos! ¿Entiendes?
IGNACIO.—Menos mal que lo reconoces… Creí que solo éramos… invidentes.
CARLOS. — ¡Ciegos, sí! Sea.
IGNACIO.—¿Ciegos de qué?
CARLOS.—(Vacilante.) ¿De qué?...
IGNACIO.—¡Da la luz! De algo que anhelas comprender... aunque lo niegues. (Transición.) Escucha: yo sé muchas cosas. Yo sé que los videntes tratan a veces de imaginarse nuestra desgracia, y para ello cierran los ojos. (La luz del escenario empieza a bajar.) Entonces se estremecen de horror. Alguno de ellos enloqueció, creyéndose ciego..., porque no abrieron a tiempo la ventana de su cuarto. (El escenario está oscuro. Sólo las estrellas brillan en la ventana.) ¡Pues en ese horror y esa locura estamos sumidos nosotros! ... ¡Sin saber lo que es! (Las estrellas comienzan a apagarse.) Y por eso es para mí doblemente espantoso. (Oscuridad absoluta en el escenario y en el teatro.) Nuestras voces se cruzan... en la tiniebla.
CARLOS. — (Con ligera aprensión en la voz.) ¡Ignacio!
IGNACIO. — Sí. Es una palabra terrible por lo misteriosa. Empiezas..., empiezas a comprender. (Breve pausa) Yo he sentido cómo los videntes se alegran cuando vuelve la luz por la mañana. (Las estrellas comienzan a lucir de nuevo, al tiempo que empieza a iluminarse otra vez el escenario.) Van identificando los objectos, gozándose de sus formas y sus... colores. ¡Se saturan de la alegría de la luz, que es para ellos como un verdadero don de Dios! Un don tan grande, que se ingeniaron para producirlo de noche. Pero para nosotros todo es igual. La luz puede volver; puede ir sacando de la oscuridad las formas y los colores; puede dar a las cosas su plenitud de existencia. (La luz del escenario y las estrellas ha vuelto del todo.) ¡Incluso a las lejanas extrellas! ¡Es igual! Nada vemos.
CARLOS. — (Sacudiendo con brusquedad la involuntaria influencia sufrida a causa de las palabras de Ignacio.) ¡Cállate! Te comprendo, sí; te comprendo; pero no te puedo disculpar. (Con el acento del que percibe una revelación súbita.) Eres... ¡un mesiánico desequilibrado! Yo te explicaré lo que te pasa: tienes el instinto de la muerte. Dices que quieres ver... ¡Lo que quieres es morir!
IGNACIO.— Quizá... Quizá. Puede que la muerte sea la única forma de conseguir la definitiva visión...
CARLOS. — O la oscuridad definitiva. Pero es igual. Morir es lo que buscas, y no lo sabes. Morir y hacer morir a los demás. Por eso debes marcharte. ¡Yo defiendo la vida! ¡La vida de todos nosotros, que tú amenazas! Porque quiero vivirla a fondo, cumplirla; aunque no sea pacífica ni dura y amarga. ¡Pero la vida sabe a algo, nos pide algo, nos reclama! (Pausa breve.) Todos luchábamos por la vida aquí... hasta que tú viniste. ¡Márchate!
IGNACIO.—Buen abogado de la vida eres. No me sorprende. La vida te rebosa. Hablas así y quieres que me vaya por una razón bien vital: ¡Juana!
(Por la izquierda aparece DOÑA PEPITA, que los observa.)
CARLOS. — (Levanta los puños amenazantes.) ¡Ignacio!
DOÑA PEPITA. — (Rápida.) ¿Todavía aquí? Se ve que la charla es interesante (CARLOS baja los brazos.) Parece como si estuviera usted representando, querido Carlos.
CARLOS. — (Reportándose.) Casi, casi, doña Pepita.
DOÑA PEPITA. — (Cruzando.) Vayanse a acostar y será mejor. Don Pablo y yo vendremos ahora a trabajar un rato. Buenas noches.
CARLOS e IGNACIO. — Buenas noches.
(DOÑA PEPITA se vuelve y los mira con gesto dubitativo desde el chaflán. Después se va.)
CARLOS.—(Sereno.) Has pronunciado el nombre de Juana. Juana no tiene ninguna relación con esto. Prescindamos de ella.
IGNACIO.—¡Cómo! ¡Me la citas dos veces y dices ahora que es asunto aparte! No te creía tan hipócrita. Juana es la razón de tu furia, amigo mío...
CARLOS. — No estoy furioso.
IGNACIO. — Pues de tu disgusto. El recuerdo de Juana es el culpable de ese hermoso canto a la vida que me has brindado.
CARLOS. — ¡Te repito que dejemos a Juana! Antes que... la envenenaras, ya te había hablado yo por primera vez.
IGNACIO.—Mientes. Ya entonces no era totalmente tuya, y tú lo presentías. Pues bien: ¡Quiero a Juana! Es cierto. Tampoco yo estoy desprovisto de razones vitales. ¡Y por ella no me voy! Como por ella quieres tú que me marche. (Pausa breve). Te daré una alegría momentánea: Juana no es aún totalmente mía.
CARLOS.—(Tranquilo.) En el fondo de todos los tipos como tú ay siempre lo mismo: baja y cochina lascivia. Esa es la razón de tu misticisimo. No volveré a hablarte de esto. Te marcharás de aquí sea como sea.
IGNACIO.—(Riendo.) Carlitos, no podrás hacer nada contra mí. No me iré de ningún modo. Y aunque algunas veces pensé en el suicidio, ahora ya no pienso hacerlo.
Carlos. — Esperas, sin duda, a que te dé el ejemplo alguno de los muchachos que has sabido conducir al desaliento.
IGNACIO. — (Cansado.) No discutamos más. Y dispensa mis ironías. No me agradan, pero tú me provocas demasiado. Lo siento. Y ahora, sí memarcho, pero va a ser al campo de deportes. La noche está muy agradable y quiero cansarme un poco para dormir. (Serio.) Las maravillosas estrellas verterán su luz para mí, aunque no las vea. (Se dirige al chaflán.) ¿No quieres acompañarme?
CARLOS.—No.
IGNACIO.—Adiós.
CARLOS.—Adiós. (IGNACIO sale. Carlos se deja caer en una de las sillas el ajedrez y tantea abstraído las piezas. Habla solo, con rabia contenida.) ¡No, no quiero acompañarte! Nunca te acompañaré a tu infierno. ¡Que lo hagan otros!
(Momentos después entran por el chaflán DON PABLO y DOÑA PEPITA. Esta trae su cartera de cuero.)
DOÑA PEPITA.—¿Aún aquí?
CARLOS.—(Levantando la cabeza.) Sí, doña Pepita. No tengo sueño.
DON PABLO.—(Que ha sido conducido por DOÑA PEPITA al sofá.) Buenas noches, Carlos.
CARLOS.— Buenas noches, don Pablo.
DOÑA PEPITA.—(Curiosa.) ¿Se fue ya Ignacio a acostar?
CARLOS. — Sí ... Creo que sí.
DON PABLO. — (Grave.) Me alegro de encontrarle aquí, Carlos. Quería precisamente hablar con usted de Ignacio. ¿Quieres darme un cigarrillo, Pepita? (Doña Pepita saca de su cartera un paquete de tabaco y extrae un cigarrillo.) Sí, Carlos. Creo que esto no es ya una puerilidad. (A Doña Pepita, que le pone el cigarrillo en la boca y se lo enciende.) Gracias. (DOÑA PEPITA se sienta a la mesa, saca papeles de la cartera y comienza a anotarlos con estilográfica.) :a situación a que ha llegado el Centro es grave. ¿Usted cree posible que un solo hombre pueda desmoralizar a cien compañeros? Yo no me lo explico.
DOÑA PEPITA.—Hay un detalle que aún no sabes... Muchos estudiantes han empezado a descuidar su indumentaria.
DON PABLO.—¿Sí?
DOÑA PEPITA.—No envían sus trajes a planchar... o prescinden de la corbata, como Ignacio.
(Pausa breve. Carlos palpa involuntariamente la suya.)
Don Pablo. — Supongo que no dejará de hablar en todo el día. Y aun así, tiene que faltarle tiempo. ¿Usted qué opina, Carlos? (Pausa.) ¿Eh?
(DOÑA PEPITA mira a CARLOS.)
CARLOS.—Perdone. ¿Decía?
DON PABLO.—Que cómo es posible que Ignacio se baste y se sobre para desalentar a tantos invidentes remotos. ¿Qué saben ellos de la luz?
CARLOS. — (Grave.) Acaso porque la ignoran les preocupe.
DON PABLO. — (Sonriente.) Eso es muy sutil, hijo mío.
(Se levanta.)
CARLOS.—Pero es real. Mis desgraciados compañeros sufren la fascinación de todo lo misterioso. ¡Es una pena! Por lo demás, Ignacio no está solo. Él ha lanzado una semilla que ha dado retoños y ahora tiene muchos auxiliares inconscientes. (Breve pausa. Triste.) Y los primeros, las muchachas.
DOÑA PEPITA. — (Suave.) Yo creo que esos retoños carecen de importancia. Si Ignacio, por ejemplo, se marchase, se les iría con él la fuerza moral para continuar su labor negativa.
DON PABLO.—Si Ignacio se marchase todo se arreglaría. Podríamos echarlo, pero... eso sería terrible para el prestigio del Centro. ¿No podría usted, por lo pronto, insinuarle, a título particular — ¡y con mucha suavidad, desde luego! — la conveniencia de su marcha? (Pausa.) ¡Carlos!
CARLOS.—Perdón. Estaba distraído. No le he entendido bien...
OÑA PEPITA. — Estáusted muy raro esta noche. DOn Pablo le decía que si no podría usted sugerirle a Ignacio que se marchase.
DON PABLO. — Salvo que tenga alguna idea mejor...
(Breve pausa.)
CARLOS. — He hablado ya con él.
DON PABLO.—¿Sí? ¿Y qué?
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